La Deshonra Del Caballero.

La Deshonra del Caballero.

La Reina estaba ante el gran espejo de la tocadora, sentada cómo iba, con su ajuar blanco y medio transparente, permitía así, que la joven Dama le peinará los largos cabellos negros y ondulados. El llamado de unos nudillos en la puerta de roble maciza, de la habitación, hizo que la bella Reina parará con un suave ademán de la mano, el acto de la joven Dama. Otra de ellas, se apresuró acudir al reclamo. Un Lacayo, con la cabeza baja, esperaba tras la puerta con un joyero ostentoso y muy llamativo. Se lo entregó a la Dama, haciendo una reverencia.
La Reina, sin moverse de su cómodo asiento, giró con suavidad el rostro. La Dama, le dejó con la misma suavidad el joyero en la tocadora. La Reina, sin mostrar la más mínima curiosidad, pidió igual de elegante a la joven Dama que abriese el cofre.
Un collar con enormes diamantes y rubíes, engalanaba el interior de la caja. El rictus de la Reina se marcó, tal cual se marca, cada uno de los pliegues de una fruta al llevártela a la boca. Poseída por la deshonra, tomó el cofre y así, con esa ropa vaporosa que le marcaba cada acentuada curva de su cuerpo, salió erguida y altiva al salón, dónde le esperaban los pretendientes que aspiraban a casarse con ella.

Llegó al salón, de inmediato, todos los allí presentes se lanzaron al suelo en señal de respeto. Uno de ellos en plena reverencia, la miraba de soslayo, mejor dicho miraba el cofre.
La Reina les inquirió desafiante quién había osado enviarle tal regalo, el Caballero de la mirada, se atrevió con humildad a realizar una señal con un ademán de la mano. La Reina desde lo alto le lanzó el cofre a los pies, el ostentoso collar cayó por tierra, haciendo que cofre y joya quedarán cómo una burla ante el Caballero. La Reina, acto seguido, les informó que si aceptaba el dichoso matrimonio con uno de los presentes era por acuerdos de la época, pero que nadie pensará que se le podía comprar con una joya, ella ya poseía un gran imperio, no necesitaba regalos de ninguna índole. Acabado con el discurso, la Reina, le lanzó una última mirada al Caballero, que confundido no se atrevía ni a levantar la cabeza y ella orgullosa de su hazaña, se giró grácilmente abandonando el recinto.

***

El gran salón, ofrecía un sinfín de manjares y bebidas exóticas, traídos de los confines del mundo. Los bailes se daban una y otra vez entre los invitados, todos pertenecientes a la corte. Los músicos afinaban sus instrumentos y volvían con la melodía que inundaba de forma dulce cada rincón del festejo.
La Reina ocupaba el trono y a sus pies se encontraban las jóvenes Damas, vestidas todas iguales, mientras que la Reina llevaba un perfecto vestido de color violeta con destellos rojizos, tal era la combinación de colores con su tez blanca y el pelo negro, que le hacía parecer una auténtica diosa rodeada de preciosos querubines. El Caballero de la alhaja de la discordia, se mantenía alejado y apartado en una esquina, con la mirada febril clavada en la Reina. Ante tal observación, la Reina visualmente, recorrió el recinto hasta toparse con el lugar inquisitivo. Rápidamente, el Caballero, retiró la intimidación visual, se puede decir que llegó a ruborizarse, acto que a la Reina le pareció interesante. Preguntó a su Dama de confianza, cuál era el nombre del odioso Caballero y qué cargo ocupaba en la corte. La Dama, extrañada por el repentino interés de la Reina, contestó una a una las preguntas. La Reina, sonrió al escuchar la información. – Claro, que se podía esperar de tal casa, son unos idiotas que han comprado a todas sus esposas- concluyó la Reina, echando una mirada desafiante al Caballero que mantenía los ojos clavados en el suelo.
La Reina hizo un ademán. De inmediato uno de los Lacayos, acudió a la orden. –Qué beban, coman y se diviertan, me retiro de este circo- Las Damas se levantaron enseguida, los músicos, el bufón y todos los demás pararon, mientras que la Reina se retiraba acompañada de su particular corte.

***

La Reina liberada del vestido, que secretamente odiaba, pero que indudablemente era el apropiado para tales actos, con una túnica ligera y vaporosa, se mantenía en uno de los balcones observando el firmamento repleto de estrellas. Un pequeño ruido le hizo salir de la concentración. Buscó visualmente en su entorno y decidida cogió una de las espadas de las armaduras que adornaban el balcón, empuñándola con maestría advirtió: – Os aconsejo, que salga de dónde esté, Milord- amenazó con firmeza la Reina. Los ojos se le abrieron al máximo al ver al Caballero del collar, sin dejar de estar en guardia le inquirió perpleja: – ¿Qué hace aquí? Estos son mis aposentos, nadie, salvo yo y mi corte, tienen permitido estar en esta parte de palacio-.
El Caballero le informó que sabía lo que decía, pero quería pedirle disculpas por la ofensa, eran las costumbres de su casa y no pensó que se tomaría de tal manera. Se inclinó y pidió perdón por sus actos. A medida de que el Caballero se disculpaba, la Reina avanzaba poco a poco y con la última palabra de este, ya tenía la filosa espada, introducida ligeramente en el ropaje del caballero a la altura del corazón.
-Señora- empezó a decir el caballero- no sería digno del planeta Marte ver morir a un Caballero sin que esté pueda defenderse-.
Los rasgos faciales de la Reina empezaron a cambiar. Un Caballero que tiene conocimientos de astronomía, pensó la Reina. Levantó la espada con pericia, la colocó igual de hábil con la punta en el suelo. Apoyó sus manos en el asa y le pidió al Caballero que adoptará una posición más honrosa. El Caballero acató las órdenes y se levantó. Aquél Caballero tomó una luz diferente en ese momento, los ojos brillaban con intensidad, las siluetas de Júpiter y Marte se distinguían claramente en sus ojos cómo la promesa fiel de lo que decía era cierto y la sapiencia de este se corroboraba de forma tangible. La Reina colocó la espada en su lugar; en un abrir y cerrar de ojos; de la misma manera volvió a la postura inicial.
El Caballero se acercó, aún tímido. En un balbuceo preguntó: -¿Qué debo hacer para ganar un lugar en vuestro corazón Señora?-. La Reina sin desviar la mirada del firmamento le susurró:
-Permanecer en silencio-. El Caballero, complacido por la breve y concisa respuesta, sonrió.

Yenny García Almeida

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